miércoles, 8 de septiembre de 2021

Un verano entre hermanos


Como suele suceder entre hermanos, todo empezó como un juego. Teníamos… bueno, teníamos la edad suficiente para que pasara lo que pasó, y éramos lo suficientemente jóvenes para no comernos demasiado el coco con cuestiones morales.

Siempre me he dicho que todo ocurrió gracias al imbécil de José Antonio, al que meses antes había regalado con pocos aspavientos mi virginidad, que ya venía sobrándome desde hacía algún tiempo. El caso es que, ya fuera por mi falta de experiencia o por pura torpeza por su parte, el elogiado arte de follar me parecía a mí una estúpida forma de ensuciarse las bragas. Se enfundaba el condón (por lo menos, precaución no le faltaba, Dios le bendiga) y soltaba su inevitable "ahora vas a gozar, nena", e inevitablemente la cosa duraba tres minutos y de goce, poco tirando a nada. Lo tenía bien merecido por ir regalando virginidades a guaperas que sólo piensan en presumir con sus amigos.


Hacía ya dos meses que había cortado con José Antonio por puro aburrimiento (él contaba otra versión más adecuada a su imagen) y el verano se presentaba francamente negro. Ni mi hermano Santi ni yo éramos estudiantes modelo, y en aquella época, asignatura que suspendías, asignatura que tenías que estudiar en verano para el examen de septiembre. Nuestros padres encontraron una estupenda solución (estupenda para ellos) para que pudiésemos estudiar sin fastidiarles las vacaciones. Alquilaron una casa de campo en medio de la nada donde lo único que podíamos hacer nosotros era estudiar, mientras ellos se dedicaban a hacer senderismo por la región. Aún las recuerdan como sus mejores vacaciones. Nosotros también.

Era la fatídica hora de la siesta. Mis padres habían subido a su habitación, y nosotros se suponía que debíamos estudiar, pero jugábamos a darnos patadas debajo de la mesa (ya lo sé, éramos bastante mayorcitos para eso, pero nos aburríamos tanto...). Mi hermano decidió que ya había fingido bastante y subió a echarse un rato, yo le seguí.

Al pasar frente al cuarto de nuestros padres, vimos que la puerta estaba entreabierta. Siempre con ganas de enredar, Santi se acercó con precaución, miró dentro y me hizo una señal con la mano de que allí estaba ocurriendo algo gordo. Me acerqué y me asomé por la apertura. Allí estaban nuestros padres, follando como salvajes, mamá encima de papá, cabalgándole con sus grandes tetas balanceándose al viento.

Apenas asomábamos las narices por la puerta, pero desde nuestra posición teníamos una espléndida panorámica del culo de mi madre moviéndose arriba y abajo, ora mostrando, ora ocultando la ¡más que considerable! polla de mi padre. Mi madre la hacía salir y entrar de su coño a un ritmo cada vez más frenético.

La enorme morbosidad de la situación se sobreponía al malestar de ver por primera vez a nuestros progenitores en tales ocupaciones. Mi hermano y yo estábamos petrificados. No movimos un músculo hasta que el culo de mamá se contrajo en un orgasmo feroz y la polla de mi padre se cubrió de un líquido blanquecino.

Huimos por el pasillo intentando no hacer el menor ruido. Por suerte, andábamos descalzos y no pudieron oír nada. Nos encerramos en mi cuarto conteniendo la risa y el asombro. No podíamos articular palabra. Cuando pude recuperar parte de mi aliento, pregunté:

—¿Ya los habías visto antes?

—Noooo, qué dices ¿y tú?

—Tampoco. Joder, qué energía.

Imposible dejar de reír. Mi hermano vestía unos pantalones cortos de deporte, en los que se distinguía perfectamente el bulto de su polla.

—¡Santi! ¡Te has puesto cachondo!

—Coño, ¿y quién no? ¡Menudo espectáculo de primera!

Más por curiosidad que por otra cosa, le eché mano al paquete.

—¡Déjame ver!

Y de un tirón le bajé los pantalones. Menuda polla. A ojo, tan grande como la de mi padre, bien dura y proporcionada. Nada que ver con el pingajo en forma de botella de cocacola venida a menos del que presumía José Antonio. Santi se puso colorado y, balbuceando algo que no entendí, se subió los pantalones y se fue rápidamente.

No le seguí, imaginando que, lo que iba a hacer, lo quería hacer sólo. Me desnudé y me tumbé en la cama. Estaba muy excitada pensando en mis padres desnudos. Santi tenía razón: había sido un espectáculo de primera. Sus cuerpos cercanos a la cincuentena conservaban toda su sensualidad. Con una mano me abrí bien los labios del coño y con la otra empecé a acariciarme el clítoris. Me concentré en la polla de mi padre entrando y saliendo del coño de mi madre. Me corrí imitando el casi inaudible gemido que había emitido mamá en el momento de su orgasmo.

Me levanté al final de la tarde. Mis padres habían salido, como todas las tardes, a pasear y de Santi, ni rastro. Mis padres volvieron poco antes del anochecer. Cuando mi madre se metió en la ducha, me las arreglé para ser la siguiente y me metí en el cuarto de baño antes de que terminara. Ella entrando y yo saliendo, nos quedamos frente a frente, desnudas. Admiré aquel cuerpo maduro, capaz de recibir y de dar tanto placer (más del que ella imaginaba). Me ofrecí a secarle la espalda para acariciar su piel suave. Fingiendo bromear, le sequé bien el ojete. Ni por un momento debió imaginar que la estaba sobando. Me devolvió la broma soltándome un cachete cariñoso en el culo y diciendo:

—Ay, quién será el afortunado que se aproveche ese culete respingón y de ese par de tetas.

—O afortunados, mamá —respondí.

—Di que sí, hija, disfruta mientras puedas.

Yo no me atreví a responderle "y tú también", pero lo pensé sinceramente.

Santi no apareció hasta la hora de cena, en la que estuvo muy callado. Cuando terminó, dijo que se iba a estudiar a su cuarto y se marcho. Mis padres y yo no tardamos en acostarnos también.

Una hora después de meterme en la cama, seguía sin dormir. Me levanté y entré con sigilo en la habitación de mi hermano:

—¿Estás dormido?

Sin respuesta. Eché el cerrojo a la puerta y me acerqué a la cama. Las contraventanas estaban abiertas, y la habitación estaba en penumbra. Me aproximé a la cara de mi hermano hasta sentir su aliento en mi rostro. Vi el brillo de sus ojos a la luz de la luna.

—Sé que no duermes.

—No.

Le besé en la boca. Le metí la lengua hasta la garganta. Estuvimos besándonos un buen rato. Santi, tan tímido él, me acariciaba con pasión el brazo. Le agarré la mano y me la llevé a las tetas, para que supiese que aquello no iba en broma. Empezó a sobármelas como si le fuese la vida en ello.

—¡Que tetas tienes! ¡Qué preciosas son!

Sus palabras me calentaban aún más. Metí la mano bajo la sábana. Estaba desnudo. Su polla estaba dura como una piedra. Se la agarré y empecé a meneársela.

—¡Me gustaría tanto que me la comieras!

Me hizo gracia, porque era el hermano pidiéndole un favor a su hermana. Me di cuenta de que no había cambiado nada entre nosotros, que seguíamos siendo hermanos que nos llevábamos bien, y ahora más que bien.

—Vale, si tú me lo comes a mí.

Me quité el camisón y las bragas y le puse el coño en la boca. Nos fundimos en el sesenta y nueve más lascivo que recuerdo. Me metí la polla en la boca y le hice una buena mamada. Aunque no era la primera, sí sentía por primera vez ese placer tan especial que se consigue dando placer a otro. Nada me parecía sucio con mi hermano, así que cuando me indicó que se corría, me comí su semen hasta la última gota, era la primera vez que lo hacía, y me supo a gloria.

—No te vayas a parar ahora, cabrón, sigue lamiendo.

—Pero cómo voy a parar de comerte ese culo que tienes.

La lengua de mi hermano hacía maravillas con mi clítoris, con mi vulva, y hasta con el agujero de mi culo. Parecía que hubiese pasado toda su vida comiendo coños.

—Sigue así, Santi, que me corro.

El de la siesta pasó a ser el segundo mejor orgasmo de mi vida. Éste lo superaba con creces.

Me di la vuelta e intercambiamos jugos con nuestras lenguas. La polla de Santi empezaba a recuperarse con la facilidad de la adolescencia.

—Santi, espero por tu bien que tengas condones, porque como no me folles esta noche te capo.

Mi hermano sonrió malignamente y, abriendo su mesilla de noche, sacó una caja de grande de condones sin estrenar. Preferí preguntarle cuál fue el proceso mental que le llevó a pensar que le serían útiles cuarenta y ocho condones en una casa de campo en medio de la campiña. O ya había previsto algún tipo de incesto o quizás planeaba una fiesta con globitos. Decidí dejar las bromas para el día siguiente y alabarle el gusto.

—Eres un cielo Santi. Anda, ponte uno, que me quema el coño.

Se enfundó uno con bastante torpeza y me senté sobre él. Aquella vez no escuché el ridículo "vas a gozar" sino que, en cambio, sentí una buena polla llenándome bien. Emulando a nuestros progenitores, empecé a cabalgar a mi hermano como lo había hecho esa misma tarde mi madre sobre mi padre. Aquello era gloria pura. La polla de Santi entraba y salía de mi coño como si fuera su funda natural.

—Así Santi, sigue follándome, qué gusto.

—Qué coño tienes Maribel, eres gloria pura.

La polla de Santi empezó a bombear semen dentro del condón y su estremecimiento me llevó a mí también al orgasmo.

Esa noche empezó una relación que duró... en fin, ahora Santi y yo estamos casados cada uno por nuestro lado, pero seguimos manteniendo el contacto. Este verano, con la excusa de la necesidad mutua de vernos, hemos dejado a ambas familias en una playa abarrotada y hemos alquilado una casa de campo para los dos. Aquí surgió la idea de escribir nuestra historia. Estoy tumbada sobre la cama, desnuda, escribiendo en mi ordenador portátil. Otro día seguiré con nuestras aventuras, porque Santi acaba de salir de la ducha y ha entrado en mi cuarto, y creo que me va a ser muy difícil seguir escribiendo con una polla en el culo.

Por Martina Bartok

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