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jueves, 26 de mayo de 2022

De niña a mujer: El nacimiento de incesto familiar

 

Cuando conocí a Nancy y a su pequeña nena, Lili, supe de inmediato que me había hecho de una gran responsabilidad cuidándolas. Ellas vivían en una casa bien acomodada en un barrio privado y de buen ver. Eran, en efecto, un par de chicas con bastantes recursos que sacaron de la miseria a un pobre trovador callejero que se la pasaba día y noche cantando sus canciones en las cantinas y bares de la ciudad.

Durante un año, crecí con ellas hasta volverme la figura paterna de la casa.

Eso era lo que la pequeña Lilian necesitaba, pues con una tierna edad de diez años y con una madre que se la pasaba la mayor parte del tiempo trabajando, la niña no tenía a nadie con quien crecer y divertirse.

Todavía estaba lejos de convertirse en una mujer como su madre.

No obstante, cada una de sus facciones dejaba en evidencia la gran persona que podría ser en el futuro, si es que se le educaba de la forma correcta.
Era una niña inteligente y coqueta hasta cierto punto.
Esa coquetería infantil, dueña de la más pura inocencia que hace a un hombre querer suicidarse por tener pensamientos profanos hacia ella.

Las pequeñas batas de seda antes de dormir, tan cortas que no le tapaban las piernas y con un encaje brillante cubriéndole los inexistentes senos abultados.
Poco a poco, comencé a verme atraído cuan abeja al polen, y a las horas de dormir, aprovechaba para pasarla con ella y con Nancy.
Ambas se amodorraban a mi lado y mirábamos una película antes de irnos a la cama.

Esa escena se había estado repitiendo noche tras noche a lo largo de los últimos seis meses, y esta noche, no era la excepción.

Así, pues, los tres estábamos en aquella cama solitaria en medio de un dormitorio bastante amplio y frío por el constante murmullo del ventilador.
Nancy no quiso salir a divertirse con sus amigas, pues dijo que quería pasar la velada conmigo y con su hija.
Me guiñó un ojo travieso en cuanto lo dijo, y logró que gran parte de mi psique pensara en ideas que no me hicieron sentir precisamente como un buen hombre.

Sin embargo, había algo diferente en el aire.
Algo que se asemejaba a un murmullo constante de lujuria impresa en la materia que nos rodeaba.
De hecho, Nancy vestía sólo un sujetador y shorts deportivos, mientras que Lilian portaba una de esas batas de seda transparente con encajes sobre los pechos, y unas bragas negras que, he de decir, y con cierta vergüenza, le quedaban bastante ajustadas.
Las piernas se me antojaban suaves y no muy carnosas.
El volumen perfecto para una niña de su edad.
Su cabellera negra y muy lacia estaba amarrada como dos largas coletas que caían sobre sus brazos desnudos.
Se mordía el dedo del pulgar y veía la película con toda la atención que un menor puede darle a los dibujos animados de moda.

—Este canal es un poco aburrido —dijo Nancy, cambiándole a la tele.
Lilian protestó.

—¡Estaba viéndolo, mami!
—Lo sé, princesa, pero a lo mejor Carlos quiere ver otra cosa ¿no es así?
Iba a contestar cuando Nancy puso el canal Golden.
El reloj que estaba en la pared acusaba de ser la media noche, y la pantalla de la televisión brillaba con una película erótica en la que una mujer simulaba hacerle sexo oral a un hombre bastante musculoso.

Me incomodé de inmediato ante la visión de aquella falsa pornografía, y no es porque yo fuera precisamente ingenuo en cuanto a esa clase de transmisiones.
Mi incomodidad se derivó al ver que Nancy dejaba el televisor en aquel canal nocturno, y que Lilian estaba mirando con una sonrisa discreta y las mejillas sonrosadas con cierta diversión ingenua.

Miré a Nancy, y ella me devolvió un gesto que podría interpretarse como un permiso para fantasear.
Guiñó un ojo y dejó el control de la tele sobre el buró.
Yo, en medio de ellas y sin camisa, no tardé en captar el implícito erotismo que me rodeaba.
Tragué un nudo en la garganta, y presté atención a aquella película.

Lilian cambió de posición, situándose más cerca de la pantalla.
Desde ese ángulo, su espalda arqueada tenía la sinuosidad de una cordillera virgen.
La bata no alcanzaba a cubrir sus levantadas nalgas de niña, parciamente cubiertas por sus bragas negras.

—¿Te gusta lo que están haciendo? —le pregunté.
Lilian nos miró.

—¿No les da pena a esas personas?
—No, amor —respondió su madre, abrazándome y acariciándome el estómago—.
En realidad, se divierten y les pagan por hacerlo.

Esa respuesta no pareció convencerla.

—¿Le cambiamos de canal? —pregunté, haciendo un esfuerzo de que la situación no se saliera de control.
Un remilgo de decencia todavía presente en mí ser me avisaba de un delicioso peligro subyacente.

—No.
Quiero ver la película.

Observé a Nancy, y ella sólo se estaba haciendo ricitos con el pelo negro.
Acomodé mejor mi metro ochenta de estatura entre ambas chicas, y una de mis manos se fue hacia la parte interna de las piernas de Lilian, incluso más arriba de la rodilla.

—Tócala más —susurró Nancy.

—No… no estaba…
—Hazlo —sonrió para sí, mientras se sentada—.
Mira esto.
Lilian.

—¿Sí?
—Puedes ayudarme con el brasier.
A mamá se le atoró otra vez.

La niña hizo un mohín.
Cruzó por encima de mis piernas y le aflojó el sostén a su mamá.
Aquello no pareció causarle ninguna impresión a la nena, porque cuando Nancy se giró para mostrarnos son grandes senos, Lilian poco se impresionó y volvió su atención a la película.
Se había quedado con las piernas dobladas bajo el cuerpo, de forma que sus grandiosos muslos lucían más delineados de lo normal.

—Hace calor —dije, cuando una gota de sudor me resbaló por la frente.

Durante un rato, permanecimos en silencio.
Logré controlar mi miembro sólo a base de un esfuerzo titánico.
Cosa que, fue totalmente inválida cuando Nancy me abrazó y restregó sus tetas por encima de mi pecho.
Lilian nos miró con una sonrisa de timidez.

—Están haciendo como los de la película.

—Nos amamos —dijo Nancy con naturalidad—.
La gente que se ama lo hace.
Incluso me puede lamer los pechos ¿quieres ver?
Aquello sí me hizo reaccionar de la forma que tanto deseaba evadir.
Sin querer, movido por la libidinosa mirada del demonio, lancé mis labios sobre los pezones de Nancy.
Esas puntas de color marrón que estaban levantadas producto de la excitación que nos envolvía.
Ella y Nancy se rieron.

—Observa bien, hija.
Así se controla a un hombre.

Entonces, Nancy se puso a horcajadas sobre mí.
Frotó su cintura contra mi miembro mientras aplastaba mi cara con sus pechos.
Mordí sus carnes, olvidándome que había una cría de diez años frente a nosotros.
Correspondí a sus besos, despegándola de mi boca cuando ella comenzó por lamer mis mejillas.
Llegó hasta mis oídos y susurró.

—Cojamos frente a la nena.

—¿Estás segura? —pregunté, cuando debí decir que estaba completamente loca.

—Lo he estado planeando por días.

Los besos de Nancy siguieron bajando por mi cuello hasta mis pectorales.
Eso me liberó para ver la cara de Lilian.
La niña estaba completamente sonrojada, con sus dos largas coletas resbalando por sus hombros.
No sonreía ni parecía incómoda.
Por el contrario, estaba absorta en el movimiento de las caderas de su mamá y en sus senos de pezones duros frotándose contra mi piel a medida que bajaba por mi estómago.

Entonces, besó mi polla por encima de la ropa.
La pequeña niña se removió, incómoda y acalorada.
Se abanicó con una mano.
Madre e hija intercambiaron una mirada.
Jamás, y les digo, jamás, había visto tanta oscura perversión en los ojos de mi novia.
Alguna clase de anatema poseyéndola hizo que me bajara los slips y liberara mi pene de su cruel condena elástica.
La carne, dolorida por la presión sanguínea, se levantó con una velocidad inverosímil y palpitó, amenazando con una eyaculación precoz.
Sin que la lengua de Nancy la frotara, estaba al borde del orgasmo.

Sentí las caricias inmateriales de los ojos de la nena por todo mi miembro.
La inocencia de sus pupilas, destrozada al admirar un pene por primera vez.
Puede que estuviera asustada.
Alarmada.
No hizo nada cuando Nancy le tomó la mano para acercarla a mi polla.
Sólo cuando sus dedos delgados rozaron la intrincada red de venas que la cubrían, Lilian pareció despertar de un sueño y retrajo la mano.
Miró con inseguridad a su madre.
Esta le sonrió, cambiando aquella expresión funesta por una ternísima cara maternal.

Lilian soltó una nerviosa carcajada.
Ignoró mi presencia.
Era una simple realidad entre madre e hija.
Comenzó a masturbarme con una sola mano, intercambiando una sonrisa con hoyuelos entre mí y mi polla.
Al tiempo, Nancy se quitaba el resto de su ropa hasta quedar desnuda y vulnerable al demonio de la perversión que nos estaba comiendo a los tres.

—¿Quieres desnudarte?
—No —dijo Lilian, algo alarmada.

—Anda.
No es justo.
Deja que sea Carlos quien lo haga.

—Pero… no… no sé —avergonzada, se detuvo.
Entre nosotros surgió un diálogo efímero.
Poseído, pues, por la gracia de la lujuria, tomé la batita de seda de la niña y se la quité con lentitud.
Miré sus pechos, apenas levantándose, con unas delicadas puntas claras sobresaliendo.
No disfruté más, porque Nancy la tiró de espaldas.
Colocó los dedos en los elásticos de las bragas negras y tiró de ellas hacia abajo.
De inmediato se descubrió una apretada raja sin vello.
Una visión divina.
La materialización de lo prohibido y un deseo que nadie se atreve a confesar.

—Míranos —susurró Nancy hacia mí, sentándose frente a su niña con las piernas separadas.
Los coños de madre e hija lucían estupendos, aunque el clítoris de mi novia, normal para su edad y experiencia sexual, relumbraba más.
Ella parecía estar divirtiéndose, pero Lilian conservaba ese aire de timidez y desconfianza.
Algo semejante a una alarma encendida en su pueril cabeza que le estaba diciendo que no debía seguir.

Y mi pene, erecto, observó la escena con deseo de penetrar ambos cuerpos y me permití una comparación veloz y exhaustiva entre ambas.
Suspiré.
Lilian se iba a quitar las colitas.

—Alto —le dijo su madre—.
Quédate así.
Ven, acércate a mirar.

Los ojitos de Lilian se agrandaron en cuanto la boca de su madre envolvió mi miembro, mojándolo de saliva ardiente.
La nena estaba emocionándose, y lo demostraba con una visión hambrienta de conocimiento y curiosidad.

La lengua de Nancy sobresalía mientras realizaba un camino lento sobre todo mi pene.
Lilian intercambió una mirada conmigo.
La sonrisa de alguien que sabe que está haciendo o viendo algo que no debería, pero que no puede luchar contra las fuerzas que se excitan en su interior.

Llevado por ese deseo, me permití alargar una mano para tocarle las piernas flexionadas.
A ella no pareció importarle.
Nancy expulsó mi polla y la tomó con los dedos.
La meneó y luego, mirando a su hija, le guiñó el ojo.

—Ven.
Pruébala.

—¿Puedo hacerlo? —me pidió permiso, y nada más escuchar su voz infantil, mi mente se cerró a toda decencia que había conocido con anterioridad.

—Claro, nena.

La niña, ávida por copiar a su madre, se arrojó sobre mi miembro y lo probó con la punta de la lengua.
Después, al darse cuenta de que no había peligro ni un sabor extraño, recorrió desde la base hasta el glande.
Lo hizo rápidamente, con relamidas mojadas y retraídas.
Nancy la dejó explorar y se arrimó para besarme el pecho y la boca.
Friccionó sus tetas sobre mi cara y me hizo cerrar los ojos.
Los volví a abrir cuando mi polla sintió la tibieza de una boca acuosa.
Una cueva que goteaba fluidos deliciosos.
Gemí, y Nancy, apartándose, miró conmigo la maravillosa escena de la primera felación de su hija.

La boquita de Lilian daba una cabida acogedora a mi pene.
Engulló la mitad del mismo, y por dentro, noté su lengua moviéndose cual serpiente.
Sus dientes, aun de leche, mordieron tajantemente y continuaron devorando con una magistral habilidad, como sólo una mujer saber hacerlo.
Aquello me llevó a desarrollar la tesis de que la felación, el arte de tragar un pene y brindar placer, es algo que las niñas tienen y que se puede manifestar a edades tempranas.

Lilian estaba saboreando de verdad.
Quizá se encontraba abandonada de sí por la inocencia de la situación, por la calentura del momento, o por ambas.
No había forma de saberlo ni de razonar nada.
Me relajé.
Nancy me guiñó un ojo y bajó hasta donde estaba su niña.
Intercambiaron sonrisas discretas y luego, ambas comenzaron a lamer el glande al mismo tiempo.
Sus lenguas rosadas se enredaron en la traicionera carne, que nada podía hacer para impedir disfrutar de una boquita infantil.
Inevitablemente las lenguas de madre e hija se rosaron, e hilos de saliva corrieron de la una a la otra.
Mamaron mi polla por varios minutos, rompiendo todos los límites que hasta ese momento, se habían mantenido resistiendo en nuestra cordura.

La película ya no nos importó.
Nancy se colocó a cuatro patas con las nalgas levantadas y las manos apoyadas en la cabecera de la cama.

—Verás cómo es hacer el amor —le dijo a su hija.

A mí ya no me interesó que hubiera una menor allí.
Me coloqué detrás de Nancy para penetrarla como había hecho en múltiples ocasiones.
No obstante, esta vez mi atención estaba puesta en Lilian.
La nena miró absorta mientras le acariciaba la espalda a su mamá.
Una de sus pequeñas manos había bajado hasta su tierna raja para acariciar su sexo.
Casi me corrí ante esa imagen tan grandiosa.

—Ven aquí —pidió Nancy a su hija.

Nos acomodamos diferente, ahora con la niña debajo de su madre.
Dado que yo estaba atrás, no podía ver lo que estaban haciendo.
Seguí penetrando con fuerza a mi novia.
Entre sus jadeos escuché el chasquido de dos bocas besándose con pasión.
El sonido de succión entre los labios.
Las piernas de Lilian se enredaron en su madre, y sus delgados brazos, con las uñas pintadas de negro, arañaron la espalda de Nancy hasta dejarle marcas rojas.

Tenía que mirar de cerca.
Liberando mi pene de su interior, me acosté junto a madre e hija.
Ellas seguían enajenas en sus besos, intercambiando saliva.
La lengua de Nancy era succionada por la de la pequeña Lilian.
Ambas tenían las caras tan rojas como una fresa madura.
Lilian gimió con una amalgama de susto y placer cuando la mano de su madre irrumpió en ella.
Vi que le apretaba el clítoris, y con crueldad lo frotaba con sus dedos.
La niña perdió la concentración en el beso y cerró los ojos.
Mi novia, vuelta loca, separó las piernas de su hija.
En su mirada se encendió una sensible corrupción mientras acariciaba fuerte y daba golpecitos con los dedos sobre la vulva de Lilian.
Poco a poco, esa zona se fue enrojeciendo debido a la constante estimulación.
La mujer mojó la raja con saliva y siguió masturbando a la linda criatura de coletas.

Ver a una niña estremecerse de placer es algo que merece ser grabado en los libros de los actos más deliciosos e infectos del mundo.
Movía la cabeza de un lado a otro, jadeando palabras inconexas:
“No”
“Más”
“Mami… más”
Ya no lo soporté.
¿Qué hombre lo haría? Irrumpí en la boca de la niña, presionando sus labios con mi glande.
Al gemir, mi pene buscó un espacio y se le clavó en la boca.
La intromisión le gustó, porque tomó mi verga caliente con ambas manos y la mamó como si de ella surgiera agua vital en medio del desierto.
Acaricié su frente perlada de sudor y bajé hasta sus pechos planos para presionar sus pezones.
Llegó un punto en el que se limitó a mantener la boca abierta mientras yo la penetraba, intentando llegar al fondo de su garganta.
Le produjo arcadas y risas a la vez.

—¿Lista para tu primera cogida, amor? —preguntó su madre.

—¿Co…cogida?
—Vas a convertirte en mujer esta noche.

Lilian nos miró alternadamente.
Se lo pensó, he de decir.
Eso significaba que la nena estaba haciendo uso de la razón, ergo, había chupado mi miembro por propia decisión, consciente de lo que estaba haciendo.

—¿Me dolerá?
—No —le dije, masturbándome frente a ella.

—Vamos a hacerlo bien —añadió su madre.

La menor se acostó con las piernas separadas.
Estaba bañada de un delicioso sudor que le corría por la cara y el vientre.
Nancy se hizo con un bote de lubricante y bañó el interior de la vulva de su hija y también frotó mi pene hasta dejarlo resbaloso.

—Cierra los ojos y resiste —le dijo a la nena.
Luego me miró—.
Hazlo rápido y firme.

Asentí y tragué saliva.
Tenía miedo, y me alegré de que mi pene fuera más largo que grueso.
Lo acerqué a la diminuta hendedura, separando sus labios con mis dedos.
Lilian no quería cerrar los ojos.
Me estaba mirando de la misma forma en la que un reo ve a su ejecutor.

Al ver que yo dudaba, sonrió.

Eso fue todo lo que necesité.
Comencé a penetrar despacio, sintiendo cómo mi pene se comprimió al tratar de entrar en esa vagina infantil.
Lilian cerró los ojos y abrió la boca.

—¡Ay, ay! ¡Duele!
—No te detengas —me pidió Nancy, dándole un beso a su hija.

Reuní valor.
Era la acción más dura que había tomado hasta ese momento.
Todas las mujeres a las que he desvirgado sienten dolor la primera vez.
Me pasé la lengua por los labios, y perforé el himen de la niña.

El grito de Lili se oyó por toda la caza.

A continuación, gracias al lubricante, los dieciséis centímetros de mi verga lograron adentrarse en Lilian.
Incluso, si se ponía atención, se notaba un leve levantamiento de su entrepierna cuando comencé un salvaje vaivén.
Estaba asustado, he de confesar.
Me aterró ver las lágrimas de la niña.
Quería inundarla de placer cuanto antes, así que penetré con profundidad y firmeza.
Nancy dejó un chorro más de lubricante frío sobre nuestros sexos.

Las lágrimas se secaron.
Fui testigo del inicio de un placer que sólo pertenece a las mujeres, sin importar la edad.
La irrupción de un miembro masculino.
El dictado de la naturaleza.

De miedo y dolor, la cara de Lilian se convirtió en sonrisas y suspiros.

—Lo lograste, hija —dijo Nancy, dejando que la nena le lamiera los dedos manchados de lubricante.

La niña abrió los ojitos tiernos y miró su sexo siendo penetrado.

—¿Duele? —le pregunté
—No… no mucho —respondió, con su cuerpo temblando ante mis embestidas.

—Es porque mamá te ha puesto media botella de lubricante.

—¡Ay! —exclamó cuando moví las caderas en círculos para revolver sus entrañas.

Pasaron los minutos.
Largos minutos.
Lo único que yo hacía era coger a Lili mientras su mamá se masturbaba.
La niña me abrazó en cuanto me incliné hacia ella y la besé.
Su lengua de terciopelo seguía siendo inexperta en los besos.
Disfrutable en lo absoluto, claro.
Mordí su cuello, sus orejas y demás.
Ahora ya no había dolor que la invadiera, aunque su coño estaba rojo e hinchado.

Cambiamos de posición.
Lilian se puso de perrito, con el culo levantado hacia mí.
Su raja, apretada, tenía la forma de una ostra cerrada y placentera.
Brillaba a causa del nuevo lubricante que su mamá estaba colocando.
Después, le dio una nalgada tan fuerte que su mano se quedó impresa en los glúteos de su hija.

—¡Arre! —dijo Lilian.

Guie mi polla hacia su interior.
Entró con un poco más de dificultad.
La niña jadeó y lanzó una risita en cuanto la tomé de las coletas.
Las riendas de cabello tiraron de su cabeza hacia atrás.
Vi los músculos de su espalda flexionarse y sus frondosas nalgas temblar al chocar contra mis caderas.
Tiré más de sus coletas hasta arquear su espalda.
La fuerza con la que lo hacía podría haberle arrancado quejas y lágrimas.
No obstante, ella no lloró pues el placer la invadía por completo y estaba más lejos de toda duda.

Cogí con esa niña por largos minutos.
Me olvidé de que mi novia estaba allí.
Éramos sólo ella y yo.
El chasquido de nuestros cuerpos al separarse y juntarse.
La piel de su espalda llena de sudor debido a la inmensa cantidad de calor y sexo que impregnaba el aire.
Nalgueé con fuerza hasta que sus pompas enrojecieron.
Incluso yo jadeaba y gruñía.
La monstruosa penetración comenzó a invadirme de gozo.
Lilian se estremeció enterita al llegarle el orgasmo.

Segundos después, eyaculé dentro de su útero infantil.
Fue una polución de abundante esperma.
Mi pene se sacudió entre sus rosadas carnes y mientras me duraba el placer, tiré más fuerte de sus coletas.
No se quejó.

Cansado, saqué mi pene y rodé sobre la cama para recuperar el aire.

Lilian, con las piernas abiertas, exploró su vagina roja.
Expulsó solita el semen, mezclado con sus jugos recién descubiertos.
Jugó con el esperma durante un ratito, riendo ante su consistencia y sabor.

—¿Se divirtieron? —preguntó Nancy, cruzada de brazos y simulando molestia.

—¿Por qué? —pregunté.

—Treinta minutos —señaló el reloj—.
Has estado cogiéndote a la niña por treinta minutos, olvidándote de que yo estaba aquí.

Me sorprendió haber aguantado tanto.

—Ahora me tienes que coger a mí.

—Estoy cansado… mi pene no da más.

—Tonterías —rio mi novia y llamó a su hija.
Ahora sí, Lilian se quitó las coletas y su pelo largo y lacio la envolvió como a una diosa—.
Ven, cariño.
Vamos a ponerle duro de nuevo.

—¿Cómo? —preguntó, y su mamá le guiñó un ojo.

Teníamos toda la madrugada, por lo visto.
Eso fue lo que pensé cuando madre e hija se dedicaron a masturbar y lamer toda mi entrepierna.
Intercambiaron sonrisas y gestos coquetos; pero de entre las dos, definitivamente Lili era la más emocionada.
Le guiñé un ojo.
Ella me correspondió lanzándome a mis brazos para besarme como un juego infantil.

Fin.

Por LadyClarisa.

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