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miércoles, 25 de mayo de 2022

Mi nueva vida con el hombre de mi vida

 

Tenía 24 y esperaba a mi tercer hijo. Me vestía para acudir a un funeral al cual no era bienvenida. De no ser por las suplicas de mi tía, no habría pensado en ir. Ella fue demasiado convincente. Mamá quería verme antes de morir, pero fue imposible concretar una reunión. Habíamos estado peleadas desde que me embaracé por primera vez y no habíamos vuelto a hablar. Me fui y no regresé, y ella no quería lo contrario.

Me vestí con el vestido negro más sobrio que encontré. No era ajustado, como lo que le gustaba a mi esposo. Mi panza de 30 semanas lo levantaba bastante, pero no lucía mal. Sólo despertaría los terribles comentarios de mis hermanos, mis abuelos y mis tíos. Sólo mi tía Alma y mi prima seguían en contacto conmigo y tal vez sería lo correcto sentarme a su lado.

Se abrió la puerta y mi esposo entró. Era un hombre de 42 años, con barba un poco canosa y un cabello peinado hacia atrás. Se mantenía fuerte y atlético para poder satisfacer a su mujer. Pasó sus manos por detrás de mí y me tomó de los senos. Cuando empezamos nuestro amor apenas eran dos pequeñas montañitas coronadas con un pequeño pezón rosa. Ahora habían crecido y no paraban de dar leche a nuestros niños.

-¿Y los niños? – preguntó de repente.

-Con Marcela. – respondí entre jadeos.

-Bien.

Me empujó hacia adelante y yo me sostuve contra la cama con los brazos. Levantó mi holgado vestido y bajó mis bragas apenas lo suficiente para dar acceso a mi coñito. No lo podía ver, pero supe que se sacó la verga por dos razones: el sonido de la cremallera y el olor. Era una mezcla de fluidos: semen, orina y coño. Llegaba hasta mi nariz su aroma. Mi corazón se aceleró. No tuve que esperar mucho porque lo colocó en la entradita de mi coño y con brusquedad empujó.

-¡Cuidado con el bebé! – gemí.

Me llevé una mano al vientre. Me follaba como si de una yegua me tratase: en cuatro patas, ahora tres. Normalmente trataría de contener mis gemidos para evitar que Samuel, mi hijo de seis años nos escuchase, pero estaba demasiado excitada como para pensar con cuidado. Con una verga como esa, nunca podía tomar buenas decisiones. Las hormonas me volvían loca, me hacían exigir cosas inmorales con personas inmorales. Por ello mi madre me rechazaba, por quedar embarazada de un hombre mayor.

Ahora era su mujer. Me trataba como me merecía. Me daba comodidades y atendía bien a nuestros hijos. Con el tiempo contrató a una niñera, Marcela, una jovencita de 18, ahora 20, para hacerme la vida más sencilla. Gracias a eso podía salir con mis amigas, quienes habían seguido con su vida de estudios y responsabilidades, cuando yo quisiera, o divertirme en el cine o algún otro lugar. Siempre que estuviera disponible para mi hombre al regresar del trabajo, todo estaría bien.

Mi coño, la húmeda cuevita con la que lo enamoré, siempre estaba disponible para su uso. Mi esposo entraba a la casa y se encontraba con su joven esposa de rodillas y lista para mamar verga. Cuando todo empezó me contó que tenía una enfermedad crónica en la que producía mucha leche y todo el tiempo debía tener a alguien para sacársela. Yo me ofrecí a ordeñarlo a diario y así fue como nuestra relación inició. Sabía que era mentira, pero yo era feliz siguiéndole el juego. Me arrodillaba frente a él, incluso estando embarazada y metía su verga en mi boca. Saboreaba cada centímetro y procuraba estimularlo tanto como fuera posible para hacerlo explotar dentro de mí.

Pero solía decirme que no era suficiente con mi boca. Entonces me daba la vuelta y, embarazada o no, me ponía en posición de perrito y me hacía levantar el culo para él. Su verga, enorme, fuerte y firme, entraba en mi interior como si me partiera. En dos, justo como en ese momento al vestirme para el funeral. Me tomaba de mi largo cabello castaño y me jalaba como si fuese una yegua a la cual cabalgaba. Yo sólo podía jadear y gruñir con los ojos en blanco mientras sentía cómo todas mis sensaciones se disparaban y mi coño se lubricaba más y más para que se pudiera mover con más facilidad.

No pasaba mucho antes del primer orgasmo. Una vez pasada esa convulsión, solía darme vuelta para colocarme bocarriba. Así, de misionero, con las piernas bien abiertas para él, me obligaba a recibir su verga mientras nuestras miradas se interconectaban. Muchas veces nos besábamos al hacerlo, a menos que mi embarazo lo evitara. En esos casos, me hacía poner las piernas sobre sus hombros y él me penetraba con fuerza, casi furia, mientras recitaba cuanto amaba verme llevando a sus hijos.

Pero en esta ocasión no pudo extenderse más. Vació sus huevos dentro de mí y sacó su verga de mi hinchado coño. Ayudó a acomodarme la ropa interior, el vestido y me dio una nalgada.

-Vamos preciosa. Hay unas tías por enloquecer.

Salimos de la habitación juntos, como pareja. Caminos por el pasillo hasta llegar a la habitación más alejada de la nuestra, la de los niños y asomamos la mirada para despedirnos hasta la noche. El rojizo cabello de Marcela estaba hecho un caos. Su rostro lucía relajado a pesar de toda la paciencia que necesitaba para controlar a Samuel y a Rebeca, de 6 y 4 años. Seguramente papá la había visitado antes que a mí, cuando los niños todavía estaban en la escuela.

Nuestra risueña niñera inició como eso, sin ninguna otra intención. Con el tiempo su estancia se prolongó y entablamos una gran amistad incluso fuera de su jornada laboral. Fue entonces que por problemas familiares tuvo que abandonar su casa familiar y nos pidió acogida por unos días. Yo con gusto se lo permití e incluso le ofrecí pagarle por el tiempo extra con los niños. Ella lo rechazó, pero me pagó de otra manera. Una vez dormidos los niños, se arrodilló ante mí, abrió con cuidado mis pantalones y los bajó. Su boca terminó en mi pubis, su lengua en mi clítoris y sus dedos, una vez bien humedecida, en mi vagina.

Me encontré entre el cielo y el infierno. Ella me hizo venir de forma violenta, impresionante y de verdad convulsiva. Quería más y más, pero la mandíbula se le cansaba después uno o dos orgasmos. La delicadeza de su cuerpo contra el mío, de sus senos pequeños como los que tenía antes de mi maternidad me hacía humedecer hasta perder el juicio y buscar tener más placer de ella por más tiempo. Me volví adicta a mi niñera.

Pero me llenó de culpa. No sólo era mujer, también era otra persona. Yo le pertenecía a mi esposo, lo juré cuando recibí su anillo la noche que nos escapamos juntos. No importaba que fuera una mujer, seguía siendo una infidelidad. No importaba el placer que me hacía sentir, lo traicionaba así como mi esposo traicionó a su esposa anterior por mí.

Al día siguiente, después de mi clase de pilates, regresé a casa decidida a contarle a mi marido lo ocurrido con Marcela. Me alegró ver el auto de mi esposo afuera de la casa, así no tendría que esperarlo mucho tiempo. Me encontré con mis hijos en la sala frente al televisor.

-¿Dónde está Marcela? – pregunté.

-Con Maseta – dijo Samuelito de cuatro años en ese entonces.

Subí las escaleras y me llegó un sonido repetitivo desde la habitación que le dimos a Marcela. Un golpeteo repetitivo de madera. Conforme me acerqué más, el sonido se convirtió en jadeos.

Abrí la puerta con cuidado, ellos no me vieron de inmediato. Estaban demasiado ocupados, en especial ella, acostada y con el culo al aire recibiendo la verga de mi esposo a toda velocidad. Ella gemía y parecía estar fuera de sí. Marcela, hermosa de mi vida, disfrutaba de mi esposo con los ojos en blanco y la boca babeante.

Entonces cerré la puerta y ellos me escucharon. Salieron de su trance para mirarme asustados y listos para gritar un montón de escusas, pero me llevé un dedo a los labios y con cuidado me retiré mi ropa deportiva. Ya desnuda, me deslicé hasta Marcela, me senté en la cama frente a ella con las piernas abiertas y la tomé del cabello para llevarla hacia mí. Nos besamos un poco, lo suficiente para relajar las cosas y luego la llevé hacia mi coño para que mamara. Mi esposo sonrió y volvió a penetrar a nuestra hermosa huésped.

No me importaba compartir a mi hombre con ella. Mi esposo y yo dormíamos juntos y ella en la habitación de enfrente. Nuestras relaciones no eran iguales. Yo siempre estaba disponible para él, pero ella sólo lo estaba si en ocasiones muy esporádicas. Era necesario seducirla o prometerle un pequeño bono a su salario de niñera de tiempo completo. En cuanto a mí, era más probable que aceptase acostarse conmigo gratis. Decía disfrutarlo tanto que le carcomía la culpa de solo pensar en cobrarme.

Llevábamos así dos años. Ahora esperábamos a otro bebé y yo me preparaba para ir con una familia que me despreciaba. En casa me sentía amada e incluso adorada. Mis hijos me abrazaban y jugaban conmigo, mi esposo me fornicaba cuando le apetecía y nuestra niñera me tomaba de la mano para llevarme a su habitación en cualquier oportunidad. Todo era diferente en la casa de mamá. Allá mis hermanos me llamaban zorra y mamá dijo arrepentirse de no haberse clavado un cuchillo en el vientre cuando estaba embarazada de mí. Me había ido de ahí llorando y pidiendo comprensión, pero sólo recibí rechazo y a amenazas. Sólo en los últimos días pidió verme, pero el deficiente servicio postal me hizo llegar la carta demasiado tarde. Mi tía me dijo donde sería el servicio funerario y me imploró ir, incluso con mi esposo.

-Llegó la rompe hogares – escuché a mi hermano menor, Enrique. Tenía 22.

-Creo que me llegó un horrible olor a puta – le respondió mi otro hermano, Rogelio de 20.

Hipócritas, quise decirles. Quería gritar frente a los amigos y vecinos de mamá lo malditos que eran mis hermanos. No sólo me molestaban con bromas pesadas, sino que robaban mi ropa para masturbarse con ella y la volvían a colocar en mis cajones. En una ocasión, ambos entraron a la mitad de la noche, me metieron un calcetín en la boca y me sostuvieron de pies y manos. En la oscuridad no noté que estaban desnudos hasta que yo también lo estuve. No pude gritar ni llamar a nadie, sólo pude resistir como se turnaban para abrir mis piernas y acercar sus miserables vergas. Esa noche decidí que me iría de casa. Tuve que robarle dinero a mamá para comprar una pastilla del día siguiente.

Mi tía Alma y un par de personas más me brindaron ayuda. Fueron los únicos.

El resto de mi familia, igual que entonces me miraba con desagrado. Ahora me miraban con un rechazo diferente. Antes era porque me creían mentirosa, ahora por inmoral. Qué desvergonzada de venir al funeral de su madre con ese hombre. Me hubiese gustado estar menos embarazada, porque después de mirarme a la cara, me miraban al vientre. Si no fuera por la mano comprensiva de mi esposo en el hombro, me habría echado a llorar.

-Te amo – le susurré al oído.

Él me sonrió de vuelta.

Mi tía Alma se acercó a mí y me condujo a unos asientos, justo al lado de ella y de su hija. Así no tendría que lidiar con nadie más, aunque ya me miraban con desaprobación.

-Hice que todos prometieran no pelear contigo. Les dije que viniste porque su ultimo deseo fue verte y por eso debían respetarte. Si te dicen algo, me informas de inmediato y yo les daré una paliza, ¿eh? – dijo Alma y me guiñó el ojo, siempre tan comprensiva. Luego se dirigió a mi esposo: – Hola David. Ya sabes, acaba esto y…

-Desaparecemos, claro. – respondió él.

Escuchaba murmullos a mis espaldas y aunque sabía que muchos no estaban dedicados a mí, sentía que toda la familia hablaba sobre mi relación con el hombre a mi lado.

Mis hermanos aparecieron a mis espaldas y como si se trataran de diablillos sobre mis hombros comenzaron a hablar.

-¿No tienes vergüenza de venir?

-¿Cómo te atreves maldita piruja?

-¿Sabes cuánto sufrió mamá?

-Por eso nadie te quiere, pinche gorda horrible.

Mi esposo se dio vuelta y los miró con furia. Sus ojos amenazadores los hicieron retroceder. Aún tenía el toque.

La ceremonia empezó y el sacerdote habló. Por una hora más o menos siguió hablando sobre las bondades de mi madre, de su vida, de sus momentos buenos y malos y leyó algunos pasajes de la biblia. Yo no podía concentrarme, sólo podía recordar los días posteriores a cuando mis hermanos me sometieron.

Me sentía sola y traicionada. Hasta ese momento, mis hermanos habían sido malos y degenerados, pero no habían llegado a un nivel que no pudiese perdonar o autonegar. Pero después de aquel evento, sentí que no podía confiar en nadie. Mi tía Alma me encontró llorando en un callejón después de clases. Me abrazó y me pidió que le explicara todo. Qué más me quedaba. Ya vivía con demasiada vergüenza y no me importaba qué pensara de mí. Se lo conté y ella casi empezó a llorar. Me consoló por un rato y luego me imploró decirles a mis papás. Accedí con el rostro empapado.

En la sala de mi casa estábamos mi tía, Enrique, Rogelio, mamá, papá y yo. Sostenida por mi tía expliqué todo con voz temblorosa. Los rostros de Enrique, Rogelio y mamá se deformaron por la furia e incluso uno de ellos me lanzó un salero al tiempo que me llamaban mentirosa. Mi tía les dijo que nadie en su sano juicio mentiría por algo como eso, pero no la escucharon. Mamá trató de golpearme por hablar en contra de mis hermanos, pero papá la detuvo tomándola del brazo.

-Nadie hablará de esto de nuevo. – dijo. Y como si de un juez se tratara, la sesión se terminó.

Mi tía dio por perdida la batalla y tuvo que irse después de un rato, pero papá se quedó conmigo. Se acercó a abrazarme y me dio un beso en la coronilla.

-Eres mi mujercita. – me dijo.

Me acurruqué contra él, sintiéndome protegida.

Esa noche me llevó a mi cuarto y esperó a que me acostase. Me coloqué mi ropa para dormir ante su atenta mirada y me metí a las cobijas.

-Duerme conmigo papá. – le dije ofreciéndole mi mano.

Se bajó los pantalones y se quitó la camisa. Quedó sólo con su camiseta de tirantes y con su ropa interior. Se acomodó junto a mí y recosté mi cabeza contra su pecho.

-Me crees, ¿cierto papá?

-Sí hija.

Me dio un beso en la coronilla de nuevo.

-Sabes que no hice nada para tentar a mis hermanos, ¿cierto papá?

-Lo sé.

Me dio otro beso en la coronilla.

-Harías cualquier cosa por mí, ¿cierto papi?

Lo miré a los ojos y él, aunque serio, parecía un poco nervioso.

-Sí hija.

Mi corazón latía a toda velocidad. Empecé a llorar a pesar de haber intentado evitarlo. Tomó mi rostro entre sus manos y me hizo mirarlo para tranquilizarme.

-No quiero que mis hermanos sean los últimos hombres en haberme usado… Por favor… prefiero que seas tú… Ayúdame, papá… ayúdame, ¿sí?

Me llevó hasta él y me besó. Fue largo y apasionado, el cual no sólo le humedeció el rostro con mis lágrimas, sino que también mis bragas. Sus manos se deslizaron por mi cadera, hacia el pantalón de mi pijama y se abrió paso hacia mi pubis y luego hacia mi cuevita húmeda y caliente. Pasó por el clítoris, luego por la uretra y finalmente llegó a los pliegues que cuidaban la cavidad mancillada por mis hermanos. Su dedo grueso entró con cuidado. Gemí, pero sus besos ahogaban el ruido. Entraba y salía provocando más humedad y yo sólo podía desear que su mano fuese reemplazada por su verga.

-Eres mi mujercita – susurró entre besos, sólo para separarse de mí, ponerse de pie y despojarse de su ropa interior y de mi pijama.

Abrí las piernas para darle acceso a mí y lo vi sonreírme antes de besarme. Acercó su cadera a mí y el calor de su glande entró en contacto del calor de mi vagina. Puedo recordar cómo todo mi interior se estiró para dejarlo pasar. Esa dilatación húmeda y caliente no se parecía en nada a la sequedad y al dolor de cuando mis hermanos me usaron. Esto era mejor, romántico incluso. Lo adoré, me encantó y por siempre será el momento de mayor felicidad de mi vida.

-Soy tu mujer – le dije con voz aguda. Trataba de no gritar, no de miedo o de dolor, sino de felicidad y placer.

Se abrió paso hasta el punto más profundo de mi cuerpo y cuando llegó a su límite, retrocedió y lo volvió a meter cada vez con más fuerza. Cada movimiento era como un “te amo hija”, era una promesa de amor incondicional. Mi humedad era su respuesta, mis gemidos eran mi forma de hacerle ver que estaba enamorada. Su verga se acomodaba perfecto a mi interior como si yo hubiese nacido para recibirla. Estaba hecha para eso, ese era mi destino. Si no fuera por él, habría pasado de hombre en hombre buscando una verga que me pudiese satisfacer. Jamás lo habría encontrado. Al que buscaba siempre estuvo en casa y gracias a dios lo encontré… lo encontré… ¡Lo encontré!

Me vine muy fuerte, pero la mano en mi boca sofocó el ruido de mi pasión. Papá me silenciaba y hacía un esfuerzo sobrehumano para él tampoco gritar o gruñir. Sólo me miraba con rostro enrojecido, sudoroso y un poco arrepentido. Creció creyendo que esto estaba mal, yo también, pero esto era lo que necesitaba. Lo necesitábamos ambos.

Nos miramos a los ojos y supe que él se acercaba al momento con el que reemplazaría la semilla de mis hermanos por la suya. Tal vez la pastilla del día siguiente acabó con todo, pero igual quería sentirlo a él, su hombría, a su jugo de amor en mi interior. Si alguien iba a inundar mi interior, ese debía ser el hombre que más me amaba en este planeta. La sola idea me prendió más que antes y con ojos en blanco por un segundo orgasmo recibí su marea blanca en mi interior.

Los siguientes días nadie me dirigía la palabra más que para lo indispensable. Papá me veía con arrepentimiento y mis hermanos con odio. Sus bromas pesadas habían desaparecido, pero seguí buscando papel con caca en mi mochila de la escuela. Comencé a hacer mi propio desayuno y en ocasiones también para papá porque temía ser envenenada por mi madre. Así pasó poco más de mes hasta que una fuerte fatiga y un constante mareo me llevó a vomitar en clase. La maestra que me ayudó me preguntó cuándo fue mi último periodo. Yo no lo recordaba. Imaginé que la regla y el cansancio se debían a mis esfuerzos para ir a la universidad, al estrés de mi situación familiar y a los exámenes finales. Una pequeña prueba de plástico me confirmó mi mayor temor.

Papá se llevó la mano a la frente y luego miró al piso cuando le conté todo. Luego se puso de pie y me abrazó.

-Haz tu maleta antes de que llegue tu madre.

Empaqué tan rápido como pude y él también lo hizo. Subí todo al auto y esperé en el asiento del copiloto. Papá todavía no salía cuando llegó el otro auto con mamá y mis hermanos. Él salió justo cuando mamá estaba por entrar y metió su maleta al auto. Le dijo algo a mamá con rostro serio y ella abrió mucho los ojos. Su rostro se encendió y me miró con furia. Empezó a gritarme y a papá, incluso le dio una cachetada, pero él, sin perder la compostura le dio la espalda y subió al auto. Mamá le dijo a mis hermanos o tal vez escucharon lo que dijo papá, porque también empezaron a gritar e incluso se acercaron para golpear el auto. Fue todo un escándalo. Nosotros sólo nos fuimos y no miramos atrás.

-Abre la guantera hija. – dijo papá. Lo obedecí y encontré una pequeña caja cuadrada. La abrí y encontré un anillo con una piedra, tal vez no enorme, pero sí muy bonita. – Eres mi mujer, ¿cierto Natalia?

Lloré mucho de felicidad. Avanzamos sin saber qué encontraríamos en nuestro destino. No fue hacia una puesta de sol, pero sí hacia el sur. No sabía que ese momento, justo cuando me coloqué el anillo sería el inicio de una vida llena de amor, pasión y encuentros muy bellos. No podíamos juzgarnos, no podíamos limitarnos, pues habíamos sido inmorales y pecadores; por eso nos dimos libertades que ningún otro matrimonio se daba. Siempre que volviera a casa para follarme hasta dejarme sin habla, me importaba una mierda con quien había dormido. Marcela no fue la única, hubo más, y no me importaba. Ese esposo mío siempre volvía conmigo y yo tenía a nuestra niñera para entretenerme y cuidar a los cada vez más numerosos frutos de nuestro amor. Lo amaba.

Cuando terminó el servicio, mi esposo y yo nos dirigimos a la salida más próxima. Me habría gustado tomar café y robar algunas galletas, pero no éramos bienvenidos. Justo antes de irme, mi prima me tomó de mano y me entregó un sobre.

-Tu mamá escribió esto antes de irse. – dijo y se fue.

Lo abrí de inmediato. Era sólo una hoja blanca con unas cuantas palabras en el centro.

“Decías la verdad. Perdóname, hija”.

Ya en el auto lloré. Me pregunté que debió ocurrir para que por fin me creyera, y al mismo tiempo no quería saber. Perdonarla sería un proceso largo, pero al mismo tiempo sentía que no tenía por qué hacerlo. Después de todo, yo le robé a su esposo. Nuestra familia se deshizo, dejó de ser una simulación y se destruyó. Prefería a papá y yo, mi esposo y su mujer. Hicimos nuestra propia familia con los escombros de la anterior, incluso tenía unas mejores maravillosas. Incluso contaba a Marcela como parte de ella. Ahora nos dirigíamos hacia allá, hacia el lugar qué conseguí con lágrimas y amor.

Anónimo

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