jueves, 22 de septiembre de 2022

No me arrepiento de mi amor por mi hija


Juzgarme sería un error. Muchos no entenderían por qué lo hice y por qué lo seguí haciendo durante años. Yo no busqué hacerlo, sino que se apareció ante mí, sin ropa interior, mojada y desesperada por controlar sus desordenes hormonales. Ya habíamos ido al doctor, le dio medicinas, pero igual, mi hija llegó a mitad de la noche a mi cama y me montó como si fuera un toro mecánico.


No seamos tontos. No son idiotas. Sólo piensen desde qué edad saben del sexo. No pasamos años hasta que un día pestañeamos a los 18 y decimos “Wow, quiero una vagina”. No. Son años de calentura. A veces desde antes de los diez. Es durante la pubertad que de verdad queremos, pero desde antes sabemos que el pene va dentro de algún orificio. Mi hija lo sabía, Bibiana lo sabía muy bien.

Llegó la edad. Sangró. Enloqueció. Todo el tiempo se tocaba. Los profesores la reprendían y sus compañeros se burlaban. Yo la encontré un par de veces con verduras dentro de ella. Tuve que comprarle un dildo, el cual no dejó a solas por años. Ni mis amigos ni yo habíamos pasado por tanta fogosidad. Ella estaba desesperada.

Ponía películas sexuales en la sala. No le importaba masturbarse al lado de mí cuando me sentaba en la sala. Al contrario, le gustaba mucho. Me pedía sacarme la verga y hacerlo al mismo tiempo que ella. En la pantalla había rubias tetonas recibiendo enormes penes, algunas veces por múltiples lados. Tuve que ceder, no soy de piedra. La visión de ese cuerpecito morboso autopenetrandose frente a una película porno era irresistible. Me confesé en la iglesia muchas veces, pero hasta el padre me juzgó. Derramaba leche al mismo tiempo que mi hija.

Tenía miedo de llevarla al doctor. Una amiga me recomendó un albergue psiquiátrico. Esa era la mejor opción. No era caro.

Tal vez me escuchó. Fue esa noche en la que se escabulló en mi habitación, totalmente desnuda y húmeda y subió a mi cama. Yo no pude hacer nada. Su aroma era intoxicante y su lengüita aun más. Recé para resistir. El vaivén de su cabeza era hipnotizante. La verga con la que había embarazado a su difunta madre desaparecía en sus labios y llegaba a un lugar imposible de su anatomía. Era imposible que tanta longitud cupiera dentro de esa cabecita.

-¿Me quieres papi? – preguntó al sacársela de la boca cuando mis gemidos y resoplidos delataban la proximidad de mi eyaculación.

Acto seguido, deslizó su pequeño cuerpo hacia arriba, su cabeza quedó en mi pecho su cadera sobre mi verga. La abracé. Su humedad guio a mi verga. Costó trabajo y a pesar de los gritos y chillidos me abrí paso dentro de ella. No hizo siquiera el intento de irse. Ella quería quedarse, no importando el dolor de una verdadera verga en su interior. Gracias a Dios estaba hasta el cielo de lubricación. He visto océanos menos húmedos que el agujerito de mi hermosa Bibiana.

-Ámame, papi – suplicó y comenzó a mover su cadera de arriba abajo.

Tomé su culito, un par de curvaturas suaves en crecimiento y la llevé de arriba hacia abajo. Yo también moví mi cadera, embriagado por el olor, el sonido y el calor del apretado conducto que sólo permitía el acceso a la mitad de mi verga. La apretaba contra mí. Era pequeña, una muñequita a la cual manipular con facilidad. Sus quejidos no eran de desprecio. Sus gritos no eran de terror. Esos gemidos y sollozos eran totalmente deseados. Mis gruñidos, en cambio, eran de rendición. La velocidad que alcancé era por aceptar mis deseos por mi hija, mi pequeña obsesionada.

-¡SÍ, PAPI! ¡POR FAVOR DAME MÁS! ¡SIEMPRE DESEÉ ESTO! – gritaba hasta quedarse afónica.

Curveó su espalda hacia atrás y se sostuvo con sus manos en mi pecho. Gritaba y pujaba de placer. Babeaba. Sus ojos estaban en blanco y ese pequeño coñito producía tanto liquido que incluso me empapaba los huevos y los muslos. Eso sólo me hacía moverme con más fuerza. Quería que toda mi verga entrara en ella. No era posible que solo la mitad. Llegaba hasta el tope de su cuerpo e igual empujaba todavía más.

Nos giramos. La puse en la cama y subí en ella. Sus piernas abiertas me dieron acceso y nuestros ojos se miraron mutuamente. Sentí su aliento sus gritos. Su mirada se perdió cuando la volví a penetrar. Una pequeña hermosa con el cuerpo partido por una enorme verga. Su rostro blanco estaba enrojecido. No podía respirar bien. Sus pequeñas tetitas, pezones ligeramente levantados, se movían de arriba abajo, augurando las tetas que tendría años después. Se las besé. También su cuello y sus labios. Lo hacía al ritmo del bombeo de mi verga. Ya la tenía enrojecida. La ligera capa de bello no ocultaba el enrojecimiento por recibir el pene paterno.

-Papi… no puedo más… – resolló. – ¡Me vengo!… ¡ME VENGO!

Fue simultaneo. El chorro de su liquido por fuera fue acompañado por el que salió de mi verga por dentro. Grité. Gritó. Me enterró las uñas. Cinco o diez segundos de climax. Una locura orgásmica en la que ninguno de nuestros pulmones recibió oxigeno y nuestros cerebros se quedaron sin sangre.

Miré el pequeño cuerpo de mi hija. Temblaba y jadeaba. No había corrido en una montaña. Lo hizo en la cama, la misma sobre la cual su madre y yo la concebimos trece años atrás. A ella se la llevó una enfermedad en el útero, a mi hija, mi nueva mujercita, la había traído una inquietud en el mismo lugar. El doctor dijo que Bibiana no dejaba de ovular. Su cuerpo le pedía reproducirse a diario, sin descanso, en cualquier lugar y a toda hora. Los medicamentos parecían no tener efecto, pero la esperanza de que esas píldoras anticonceptivas evitaran las consecuencias de haber eyaculado en su interior.

Tomé una foto instantánea de mi hija. Su cabello castaño estaba revuelto y desordenado. Tenía los brazos abiertos en postura desigual y cansada. Tenía el rostro y el pecho enrojecido. La mirada perdida. Tenía un semblante relajado y satisfecho. Sus piernas estaban abiertas. El amor liquido de su padre, espeso y caliente salía del dilatado agujerito hasta llegar a las sábanas, donde dejaba una mancha gris de humedad. La guardé en un lugar seguro. Qué bueno que lo hice.

Cinco meses después fui preso. Mi hermana, la solterona, tomó la custodia de Bibiana luego de que una profesora denunciara el embarazo de mi hija. Sus cuadernos estaban llenos de notas de su amor por su padre, además de pequeños relatos de cómo me montaba todas las noches. Los doctores confirmaron a los gemelos en su cuerpo. Aunque me alegré, tuve que hacerlo a distancia. Mi abogado, un dios entre los leguleyos, logró reducir mi condena gracias a la depresión por viudez y a los problemas psiquiátricos y hormonales de mi hija. El juez, un tonto con valores de otra época, la culpó por seducirme. Diez años en vez de quince.

Al salir, mi cuñado me recogió. Era un hombre decente, religioso. Creía en el perdón y la misericordia, aunque no me miraba a los ojos. Fue amable, pero no hablamos mucho. Lo hizo hasta que llegamos a la casa de mi hermana:

-Tu hija, Bibinita, es un demonio insaciable. No fue mi intención, pero tuve que romper mis votos con tu Carla varias veces para que no saliera con desconocidos. Te pido perdón, Ernesto.

Lo abracé y le agradecí todo lo que había hecho por mi familia.

En casa de mi hermana sólo vivía ella, su esposo y sus dos hijos. ¿Dónde estaba Bibiana? En su propio departamento, me dijeron.

Al día siguiente fui a buscarla a pesar de tener ordenes de la corte de no hacerlo. Pero debía hacerlo. Mi propia sangre…

Me abrió la puerta un hombre de piel perfecta y un peinado excesivamente cuidado. Su tono era afeminado. Disimulaba sus ademanes amanerados. En la cárcel había estado con tipos como él. Los usábamos para alivianar la soledad.

Pregunté por Bibiana. Ella apareció por detrás. Yo ya no era como antes. Ahora me veía más duro, más fuerte y mucho más lastimado. Ella igual me reconoció y corrió a abrazarme. La tuve a los veinte, a los treinta y tres el mundo nos separó. Ahora, yo con cuarenta y cuatro y ella con veintitrés, celebré su abrazo con mucha alegría. Lucía joven, hermosa. Con unas tetas maravillosas por haber lactado y unas caderas anchas que las modelos sólo consiguen con cirugías. Aun así, lucía delgada, maravillosa. Llevaba un top deportivo y unos pantalones para yoga que le separaban los labios.

-Gerardo, él es el padre de mis bebés. ¿Puedes creerlo? – dijo mi hija llorando y sonriendo. – Ernesto – no me llamó “papá”. Mejor que nadie lo supiera -, él es Gerardo, mi esposo. Nos casamos para que sus papás no sepan que le gusta la verga más que a mí, ¡jajajaja!

Los cinco meses que pasamos follando, más los dos años que la vi penetrándose con el dildo, me hacían pensar en la imposibilidad de esa afirmación. No era posible que a alguien le gustara la verga más que a ella.

Gerardo iba de salida, no pasó mucho antes de dejarnos a solas.

-Los niños pronto saldrán de la escuela. Es maravilloso que por fin los vayas a conocer. – dijo mi Bibianita. – Estela es como yo. Le gusta el porno y los penes. Le enseñé a masturbarse y ahora lo hace siempre. Y Ernestito es como su papi, guapo y con una gran verga. ¡Cuando lleguen a la pubertad no los dejaré en paz! Y ahora que estás aquí, Estela tendrá a un buen hombre y yo podré concentrarme en Ernestito. – Miró al reloj de su sala. – Aun falta una hora para ir por ellos. ¿Crees que un papi y su hija puedan reencontrar su amor después de tantos años?

-Necesitaremos más de una hora para ponernos al corriente. -contesté – He esperado tanto tiempo para este momento. Sólo deseo volver a penetrar tu pequeña panochita hasta hacerte gritar. Quiero volver a verte preñada como hace tantos años. No sabes lo hermosa que se ve una niña de trece años embarazada. Si no te hubiese follado, tus tetas no habrían crecido ni tendrías esas caderas con la que enloqueces a las audiencias. Créeme, lo sé todo. Veía tus videos en los celulares que metían de contrabando. Te vi siendo cogida por toda clase de hombres. Me alegraba ver que a muchos les decías papi como a mí. No has dejado de ser mi puta, y lo seguirás siendo, aunque te cojas a tu tío, a tus profesores, a esos actores negros y a los gringos vergudos, e incluso a tu hijo. – Le levanté su top deportivo y le pellizqué un pezón con fuerza. – Esto me pertenece. – Con la otra mano le di una fuerte nalgada. Si su rostro ya se contraía de dolor, ahora más. – Esto también. Pero sobre todo… – Le bajé sus leggins con un movimiento rápido y violento. Ella sólo gimió. Aspiré ese hermoso olor, tan similar al que despedía hacía una década. No había cambiado. Era el olor de mi mujer.

-¿Me harás otro hijo, papi? – preguntó con voz ahogada, muy excitada.

-Tal vez. Lo pensaré después de usar este hermoso culo. Será mejor que le digas a Gerardo que se busque un lugar donde dormir esta semana, porque yo no le daré descanso a tus agujeritos.

Por Brendy

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