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lunes, 4 de julio de 2022

Mi hermano y yo

Mi hermano y yo fuimos un fastidio. Me explico. Nuestros padres nunca quisieron tener hijos, pero la naturaleza que es caprichosa y, ellos descuidados, nos tuvieron pasados los cuarenta. Primero a Juan, un fastidio, y luego, 20 meses más tarde, a mí, un fastidio mayor. Pronto nos dimos cuenta de que, como decirlo, molestábamos. Querían viajar, pasar el mayor tiempo posible en una casa de campo que tenían, y nosotros éramos una carga, una pérdida de su libertad. Pero la suerte les sonrió. Mi hermano Juan, ya con 12 años parecía tener la madurez de un adulto. Pronto se encargó de mí, veía como éramos ignorados. No recuerdo tener una conversación con mi padre más allá de tres o cuatro frases, y con mi madre, lo justo y necesario para enseñarme lo que era ser una mujer. A los 14 años, Juan ya prácticamente era mi mentor. Se preocupaba por mi matrícula, mis estudios, hasta de mi calendario de vacunas, si era necesario. Mis padres pronto retomaron su vida como era antes de habernos tenido.


Mi hermano era alto casi 1,90. Su tez era morena con un pelo negro brillante y unos ojos castaños preciosos. Su cuerpo fibroso estaba esculpido gracias a su gran afición, la natación, que practicaba siempre que podía. Tenía unas espaldas anchas y apenas un gramo de grasa. Su atractivo no pasaba desapercibido a las chicas del colegio. En su último año, con 17 traía locas a sus compañeras de clase, y a mis amigas también, que no se cansaban de pedirme que se lo presentase. Odiaba eso.

Yo, como mi madre, era morena con ojos casi negros, y una media melena que se posaba sobre mis hombros. Tenía unas buenas caderas con un culo firme y redondo. Las tetas eran generosas que desafiaban a la ley de la gravedad, con unos pezones rosados, no menos generosos, que sobresalían pareciendo misiles a punto de ser disparados. Con 14, mis tetas luchaban por abrir los botones de la camisa del uniforme, lo que me hacía sentir acomplejada. Decían que era guapa, debía ser porque tenía bastantes moscones alrededor, con ganas de meterme mano, pero todos me parecían infantiles comparados con Juan. Recuerdo un viejo verde, un baboso, que vivía solo en el mismo edificio y que siempre procuraba coincidir conmigo en el ascensor. No hacía más que mirarme las tetas y yo me sentía fatal. Hasta que un día coincidimos los tres, el viejo asqueroso, mi hermano y yo. Mi hermano pronto se dio cuenta. Vivíamos en el ático-dúplex y el cerdo unos pisos más abajo. Cuando llegó a su piso y se abrió la puerta, Juan puso su enorme brazo como barrera para impedir dejarlo salir y sin dejar de mirarlo le dijo:

“Como vuelva a ver a mi hermana de la forma que lo hace, le arranco la cabeza. No vuelva a subir con ella, coja el siguiente ascensor ¿entendido?”
El hombre solo acertó a balbucear alguna disculpa y le faltó tiempo para salir del ascensor y meterse en su casa. Juan pasó a la categoría de héroe para mí. Si no fuese por mi timidez le hubiese abrazado. No hizo falta que le arrancase la cabeza, un infarto se llevó al cerdo pocos meses después.

A los 17 años, la madurez y seriedad ya era la de un hombre de 40. Apenas salía con chicas o con los amigos y es que, su preocupación por mí, el estar pendiente de que no me faltase de nada, de ayudarme con los estudios, hablar con los tutores, su afición a la natación, que le permitía relajarse y, encima, un trabajo bastante bien remunerado en una fábrica a las afueras de la ciudad durante los fines de semana y los meses de verano lo tenían prácticamente ocupado. No quería depender para nada de nuestros padres, y de hecho prácticamente ya éramos autosuficientes. A veces, yo me sentía algo culpable, su juventud la estaba sacrificando por mí, pero luego cuando nos gastábamos bromas, nos hacíamos cosquillas o nos peleábamos de mentiras observaba que estaba a gusto conmigo y lo mucho que me quería.

Tras el bachillerato, Juan empezó la carrera de Ingeniería Industrial. No entendía como era capaz de sacar las mejores calificaciones, estaba entre los 4 o 5 mejores, con todo el trabajo que tenía conmigo pendiente de mis estudios, la casa, el trabajo a tiempo parcial y el poco tiempo libre que tenía nadar. Nuestros padres, estaban ya prejubilados. Apenas venían ya a la ciudad salvo para hacer alguna gestión, pasar la nochebuena y preguntarnos si nos hacía falta algo. Poco más. Y eso cuando no estaban de viaje, que era siempre que podían.

Mi hermano les decía que no, que ya teníamos de todo. Salvo los gastos generales del piso, el resto ya se encargaba Juan de pagarlo. Aun así, mi madre me dejaba a mí un sobre con dinero que, curiosamente, guardaba sin decírselo a mi hermano y sin usarlo porque sé que lo rechazaría. Al final alcancé una cantidad nada desdeñable que fui metiendo en el banco en una cuenta a nombre de los dos. Sabía que Juan estaba resentido con mis padres por el trato de indiferencia que nos habían dado toda la vida, pero, sobre todo y en especial, hacia mí, que era lo que más le dolía.

Juan cada vez se ponía más atractivo, hasta su sobriedad y responsabilidad lo hacían aún más guapo. Tenía esa elegancia innata que tienen algunos hombres solo con su presencia. Más de alguna chica lo llamaba, o intentaba acercarse a él a través de mí, pero el hacia oídos sordos.

Empecé a notar que, a veces, se metía en el cuarto de baño, y tardaba más de lo normal en salir. Pero un día supe el porqué. Ese día, por descuido, dejó la ventana del baño medio abierta y que daba a la galería donde teníamos la lavadora y el cesto de la ropa. Yo había entrado para dejar ropa sucia y cuando vi hacia dentro, observé a mi hermano sentado y con la mano derecha en su polla, moviéndola rítmicamente. Apenas era capaz de cubrir ni la mitad de aquel mástil. Era enorme, gruesa. Había visto videos en Internet y oído hablar a mis amigas de ver desnudos a novios, primos o hermanos, de cómo se masturbaban, pero nunca me imaginé que pudiesen ser tan grandes como la de Juan, y que eso pudiese entrar en un coño. Con casi 17 años mis hormonas ya estaban más que aceleradas. Yo también me había iniciado masturbándome en mi habitación, imaginándome a hombre desnudos o viendo videos por el móvil. Pero nada comparado con lo que tenía Juan entre sus piernas. Cuando se corrió, la cantidad de leche que le salió era brutal. Para que no descubrirme, salí de la galería enseguida. Desde aquella, siempre que veía que tardaba cuando se metía en el baño, yo me dirigía a la galería, a veces tenía suerte y otras no.

Con 18 años recién cumplidos, me dispuse a realizar los exámenes de acceso a la universidad. Me había costado muchísimo acabar el bachillerato, pero gracias al tesón y paciencia de mi hermano lo conseguí. Nunca le podré estar tan agradecida. Ahora me dedico a lo que me gusta, que es bibliotecaria, en una pequeña biblioteca en un barrio de mi ciudad. A medida que se acercaban las fechas de los exámenes, Juan parecía más nervioso que yo, lo que me resultaba hasta gracioso. Pero aprobé, y nunca vi sonreír tanto y estar tan alegre a mi hermano. Cuando vimos los resultados nos fundimos en un abrazo, y yo con más fuerza que él. Me sentía tan a gusto entre sus enormes brazos mientras me besaba en las mejillas y la frente.

“Andrea, estoy muy orgulloso de ti. Eres una campeona. Para celebrarlo, este viernes tengo mi último examen y luego nos vamos a cenar afuera.”
No sé por qué, pero en ese momento, mientras seguía abrazado a él, le pregunté:

“¿Porque no me dejas prepararte la cena en casa? Casi siempre lo haces tú todo y quiero darte una sorpresa. Además, tienes que centrarte en ese examen. Yo ya acabé.”
“Es que quería que nos pusiésemos guapos y salir. Apenas sales con las amigas y por mi culpa siempre estás en casa. Además, cumpliste los 18 hace un par de semanas y apenas lo celebramos, con los exámenes y todo eso.”
“También nos podemos ponernos elegantes en casa. Me pongo guapa. Tú coges una tarta y yo me encargo del resto de la cena.”
Al principio, dudó, pero luego aceptó.

Yo le había espiado en su ordenador, y sabía que le gustaban las mujeres que vestían ceñido, con tacones altos y el pelo recogido. Cuando íbamos en el coche y en un semáforo cruzaba alguna chica, si tenía ese perfil, las seguía durante un momento con la vista. Pero, como siempre, al rato se volvía a centrar en el trabajo, los estudios, las obligaciones….

Al día siguiente, Juan levantó muy temprano y se fue a la universidad, el examen duraría prácticamente toda la mañana. Yo me dirigí, con algún dinero que había estado acumulando en los sobres al centro comercial. Allí me compré una tanguita con encaje y un sujetador negro a juego. Luego unas sandalias del mismo color y con unos tacones de infarto, y ya solo me quedaba el vestido. Me encontré a una compañera, Bea, algo famosa por ser bastante libertina y le comenté si me ayudaba a comprar algo atrevido porque había comenzado a salir con alguien del pueblo donde tenían mis padres la casa. Mentira.

“Andreíta, ya me lo presentaras, que callado te lo tenías. Vente yo sé que has dado con la personal-shopper Vamos a conseguir algo que le dé un infarto a ese chico y a todos los del pueblo que tú tienes percha de sobra. Menuda jaca estás hecho. Lo tienes todo, buenas tetas y buen culo.”
Casi me arrepiento. Cogimos un vestido de una tela tipo elástica blanco, que descubría más que tapaba. Ceñidísimo. Apenas cubría mi culo, tenía que tirar continuamente hacia abajo. Era de tirantes y con escote que ya mostraba un buen porcentaje de mis enormes tetas.

“Creo que haría falta una talla más.”
“De eso nada, vas perfecta.”
Bea en estado puro. Para ella perfecta eran minifaldas, bueno, microfaldas y camisas ceñidas al máximo, insinuar toda la carne posible.

Luego la invité a tomar algo. Hablamos de todo un poco. Y nos despedimos, eso sí, con el mensaje típico de ella.

“Dale gusto al cuerpo, que para eso tienes estas tetas y ese culo que están pidiendo guerra.”
Me sonrojé.

Cuando llegué a casa, me llamó mi hermano. Me dijo que le llamaron de la fábrica, y que si podía ir a hacer un par de horas, les había salida una urgencia. Perfecto, pensé, tendré más tiempo para preparar todo.

La cena, un poco de marisco y un pollo asado con una receta que tenía guardada. La mesa con velas, preparada hasta el último detalle. La luz tenue de una lámpara. Había acabado cuando llegó Juan.

“Los saqué de un buen apuro. El sistema informático les estaba fallando. Me dijeron que ya me lo agradecerían a final de mes. A ver si es cierto. Traje un Rioja y una tarta. La pongo en la nevera.”
“¿Vino?, le contesté. Nunca lo he probado.”
Apenas probara el alcohol. Dos o tres cervezas en mi vida con alguna amiga y poco más.

“Juan, prepárate tú primero, mientras acabo con todo.”
Se metió en uno de los baños, y cuando salió, estaba mejor que nunca. Su tez morena resaltaba en una camisa de seda por fuera del pantalón tipo chino, unos naúticos… y oliendo a Hugo Boss, colonia que siempre se la compraba yo y que me volvía loca cada vez que la ponía.

Luego me fui a preparar yo. Casi una hora me eché. Me duché, me puso la tanguita negra, el sujetador, me hice un recogido. Me perfilé los labios, cejas, pestañas, perfume… alguna cosa me tenía que haber enseñado mi madre, que en eso era una maestra. Y luego el vestido. Me parecía aún más pequeño. El escote ya estaba en la frontera con los pezones y el culo, bueno, si me agachaba se me veía todo. Me puse las sandalias y salí.

Cuando aparecí ante mi hermano, el bulto en la entrepierna de su pantalón lo decía todo. Tragando saliva y balbuceando me dijo:

“Vaya, Andrea, estás… estás guapísima, es nuevo el vestido… ¿te…te puedo ayudar en algo?”
“Me encargo de todo. ¿Te gusta el vestido? Me ayudó Bea a elegir. Tuviste un día completo, ahora me toca a mí.”
Me giré sobre mí misma para que me viese bien. Luego me dirigí a la cocina. En el pasillo había unos espejos y por ellos pude ver como Juan me miraba el culo. Me empecé a poner colorada y caliente a la vez. Gracias a los tacones y, porque no decirlo, con mi ayuda intentaba menear el culo todo lo que podía. Cuando llegué a la cocina, instintivamente, me quité el sujetador. Quería que las tetas también se meneasen y botasen. Cuando hice la prueba delante de un espejo, aquello era un festival de carne intentando salir del vestido.

Con la fuente del marisco me fue al salón, mi hermano ya apenas podía disimular su polla. Nos echó vino a ambos, y yo sin esperar, me lo tomé de un trago. Al no estar acostumbrada, y con el estómago vacío, ya uno se puede imaginar la reacción al cabo de unos minutos: la fase de la alegría.

Cuando acabamos el primer plato, se ofreció a ayudarme. Le contesté que sí, pero me preocupé de ir delante de él para que pudiese verme bien como meneaba mi culo. Al llegar a la cocina miré de reojo. Su polla iba a estallar dentro del pantalón.

Cogimos el segundo plato, y una vez más, me adelanté, bueno, no hizo falta. Ya se puso detrás. Otra vez, esos tacones tan altos hacían que mi figura resaltase y mi culo aún se levantase más. Y como no, el vestido que, al agacharme antes, se había subido y ya se veía algo de mi culo.

Sentados en la mesa, vi que la línea de los pezones asomaba, encima estaban puntiagudos más de lo habitual, pero me hice la despistada y no subí el vestido. Quería que Juan disfrutase, se lo merecía, por todo lo que había hecho por mí, y porque empezaba a gustarme cada vez más ¿amor? No lo sé. Pero era el hombre perfecto.

Acabamos el vino con el postre, yo ya estaba más que alegre. Me dijo de poner algo de música.

“Vale, pero la elijo yo”, le dije
Y puse unas baladas, cosa difícil, teniendo en cuenta la música de hoy, reguetón y todo eso. Cuando empezaron a sonar, me dijo:

“Tendré que sacarte a bailar supongo. Es tu cumpleaños.”
“Estás tardando”, le contesté.
Y me fundí con él, apoyando mi cabeza en su enorme torso, mientras nos movíamos pausadamente con la música, mientras sonaba una y otra canción.

Ya no se cortaba. Me abrazó hacia él, mientras bailábamos, y sentí su enorme polla en mi barriga. Mientras mis pezones se apretaban a su pecho. Sus manos se deslizaron lentamente apoyándose prácticamente en el culo. Me sentía tan a gusto en sus brazos, tan protegida.

Al cabo tres o cuatro canciones, levanté la cabeza, y vi como me miraba intensamente con sus ojos castaños, y me arriesgué. Cerré los míos y fui acercándome poniendo mi mano sobre su nuca para acercarlo…, no hizo resistencia, y me besó, lentamente al principio, y luego su lengua abrió mi boca, aunque no hacía falta yo misma facilitaba todo.

“No sé si debo”, me dijo.
“No pares Juan, por favor.”
“Es que no está bien…”
“Por favor, no pares, Juan. No hagas que te suplique,”
Y siguió, empezó a meter su mano entre mis tetas. Yo empezaba a gemir y notaba como mi coño se empapaba. Quería ser suya. Lo sabía desde hace tiempo, pero me negaba a admitirlo.

Poco a poco me fue levantando el vestido. Tenía el culo al aire. Siguió hasta quitármelo por la cabeza. Dio un paso hacia atrás para contemplarme.

“Andrea, eres preciosa. Guapísima…. Si hago algo o digo algo o quieres que paremos, por favor, dímelo. Te quiero mucho para hacerte daño.”
“No seas tonto. Soy una mujer, sé lo que quiero y sé que contigo me siento protegida.”
Me di la vuelta y puse mi culo contra su polla, moviéndolo lentamente.

A continuación, se sacó la camisa, el pantalón. Observé que dudaba en sacarse el boxer, así que me acerqué, me puse de rodillas y se lo bajé. De repente, como un resorte que se libera de la presión, salió su polla. Tan dura, tan grande. Y se la cogí con la mano.

Había visto videos de como chupar la polla a un hombre. Pero una cosa es verlo y otra hacerlo. Lo hice lo mejor que pude. La metía y sacaba de mi boca, le pasaba la lengua hasta sus huevos. Una y otra vez. Y no debió de estar mal porque cuando subía la vista, lo veía con los ojos cerrados y gimiendo.

“Para, para si no me iré.” me dijo.
“No pasa nada, no me importa, quiero que disfrutes.” le contesté.
“Pero yo quiero que disfrutemos los dos.”
Me cogió en brazos, y me llevó a mi habitación. Tenía una cama más grande y estaba en una zona del ático que no coincidía con ninguna vivienda, con lo que teníamos más intimidad. Yo apoyaba mi cabeza en su hombro, mientras me llevaba en brazos por el pasillo, al mismo tiempo que acariciaba el pelo de su pecho. Mi coño estaba palpitando y lleno de flujos como nunca.

Suavemente me posó en la cama. Me quito tranquilamente la tanga. Y por fin, me vio totalmente desnuda. Empezó a besarme con pasión, los labios, los hombros, los pechos… dios, como me excitaba que jugase con mis pezones. Él lo notaba y siguió hasta sentir mi primer orgasmo jadeando como una perra en celo. Luego bajó al coño, y apenas duré unos minutos más para mi segundo orgasmo. Todo parecía indicar que era multiorgásmica.

“Juan, por favor, te quiero dentro de mí. Métemela.”
“Puedo hacerte daño, además debemos tener cuidado.”
“No te preocupes, tendremos cuidado. Pero métemela, hazme tuya.”
Tenía tan empapado mi coño que su polla entró lentamente como un guante. Me desvirgó suavemente, muy muy suavemente. Al principio dolió un poco, pero al rato yo ya estaba con mi tercer orgasmo y apretando el culo de Juan con mis manos hacía mí, mientras abría más y más las piernas, para que entrase toda. Yo ya gemía a gritos. No me podía creer que su enorme polla entrase en mi coño.

“Sigue, Juan, por lo que más quieras, no pares.”
Llevaba como un cuarto de hora bombeando dentro de mí mientras ya estaba totalmente abierta de piernas para que disfrutase. Cuando la sacó para verme el coño, un chorro de mis jugos salió disparado. Había visto videos de chicas que soltaban chorros. El mío no era tan exagerado, pero tampoco se quedaba atrás.

Iba en mi cuarto, quinto o sexto orgasmo, no sé, había ya perdido la cuenta. Solo quería que Juan me follase y no parase. Cuando de repente me dijo:

“Me voy a correr, Andrea, no puedo más.”
“Sí, sí, cariño, por favor, córrete, córrete donde quieras. Quiero que disfrutes.”
Sacó su polla de mi coño. Otro chorrito de mis jugos salió, lo que lo puso aún más cachondo, y… me puso perdida las tetas con toda su leche mientras jadeaba ya como un animal.

Y quedamos abrazados toda la noche, con la sábana perdida de mis jugos, una pequeña manchita de sangre de mi desvirgue, y yo con su leche en mis tetas. Me daba igual.

Por fin, era mío. Y yo de él.

Anónimo

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